Conocimiento y el ocaso de la representación
29 de agosto de 2006
Ángel Américo Fernández - angelferepist@cantv.net

Hemos dicho en otra parte que la representación es el nudo gordiano de la epistemología. Distintos enfoques ha tenido el problema de la representación de la realidad a lo largo de la historia de las ciencias. En el neopositivismo intentó resolverse por la vía de construir un mapa lingüístico que permitiera establecer un isomorfismo entre lenguaje y mundo. En la ciencias duras por excelencia, engranadas por la física clásica, la representación estaba asegurada sobre un modelo del orden, el equilibrio y el determinismo que quedaban debidamente redondeados en unas cuantas leyes de la naturaleza. Eran tiempos de la apoteosis de la representación, su edad de oro, la casi coincidencia celestial tan amada entre mapa y territorio, entre teoría y realidad. ¡Que fácil era la representación en los tiempos del objeto, de la sintaxis lógica, del determinismo y de la física del orden!
Sin embargo, la representación ahora ha entrado en una fase sumamente complicada ante la irrupción de la ciencia nueva y el auge de la complejidad. La ciencia de hoy muestra el caos y la indeterminación en el universo, tanto a nivel microscópico como macroscópico. Ya la representación no es tan simple, pues no debe lidiar con la serenidad del determinismo, ni tan sólo con la preocupación por un lenguaje universal, sino con un mundo contradictorio, habitado por paradojas, regido por indecidibles, donde el desorden y el no equilibrio son la regla.
Desde esta perspectiva, un concepto posmoderno de representación pudiera ser o un atrevimiento insostenible o un instrumento heurístico suficientemente dúctil y versátil para dar cuenta del caos, la indeterminación, los enigmas inherentes a la complejidad y a los procesos de disipación. En ese caso no podría representar absolutamente nada que no fuera una historia o una narración marcada por accidentes, en los que se de cuenta de la participación de un sujeto y sus tareas de interrogación, mirando desde la perplejidad a la naturaleza. Por ello, pensar hoy la representación es harto difícil, por cuanto la naturaleza semiótica de la representación, su propia constitución epistemológica, su genealogía y raigambre en los paradigmas que le dieron origen, su vocación especular, lucen hoy seriamente agotadas, desgastadas, para poder servir al propósito de traducir un mundo hecho de enigmas. El mundo descubierto por la ciencia nueva es ajeno a la idea de mapas y de conceptos congelados, en cambio la representación misma implica tendencia a la congelación y a la estatificación de los conceptos.
El problema de la representación es que responde a la concepción de una ciencia de lo simple, donde todo estaba asegurado en la causalidad, el determinismo y la universalidad de unas cuantas leyes en el reino del orden perfecto y del equilibrio. En cambio, con René Thom, Heisenberg y Bohr logramos acceder al descubrimiento de incertidumbre, indeterminación y caos (ya Einstein desconfiaba que la representación de estas cosas pudiera satisfacer a un científico). Los enigmas indecidibles inherentes a la complejidad se hacen patentes en la obra de los cuánticos, recuperada además por E. Morin, en tanto un tiempo irreversible de múltiples bifurcaciones se ingresan al análisis desde la teorización de Prigogine.
El modelo de representación clásica luce agotado, ha explotado ante el movimiento de conceptos nómadas, conceptos viajeros y vagabundos que se metamorfosean en cada salida, en cada regreso. Ya no hay más relación directa entre la mente y lo real, distinción sujeto-objeto, pretensión totalizante mecanicista-determinista. Lo indecidible, las fluctuaciones, lo borroso, lo impredecible, reclaman su lugar complejo. Luego, la representación sólo puede sostenerse como simulación o simulacro, en la plena acepción que da Baudrillard a este término al entenderlo en cuanto “liquidación de todos los referentes…suplantación de lo real por los signos de lo real… Hiperreal en adelante al abrigo de lo imaginario, y de toda distinción entre lo real y lo imaginario… recurrencia orbital de modelos… la simulación vuelve a cuestionar la diferencia de lo verdadero y de lo falso, de lo real y de lo imaginario…la metafísica entera desaparece. No más espejo del ser y de las apariencias, de lo real y de su concepto”[1].
Los límites de la representación pueden apreciarse desde la imagen inherente al proceso de autodesarrollo del espíritu absoluto hegeliano que traza magistralmente Karel Kosik en su hermoso libro Dialéctica de lo concreto, cuando compara el despliegue del espíritu con un largo viaje u odisea, en el que debe peregrinar por el mundo para conocerlo y para conocerse a sí mismo. “Pero el sujeto que después de haber peregrinado por el mundo vuelve a sí mismo, es distinto del sujeto que emprendió la peregrinación. El mundo que ha recorrido el sujeto es otro, es un mundo transformado, ya que la simple peregrinación del sujeto por el mundo, lo ha modificado al dejar en él sus huellas. Pero, a su vez, a la vuelta de su peregrinación, el mundo se manifiesta al sujeto en forma distinta que al comienzo de ella, ya que la experiencia adquirida ha modificado su visión del mundo”[2].
Estas consideraciones sobre Hegel interpretadas por Kosik se hacen a propósito de introducir la problemática del sujeto en el proceso de conocimiento y las implicaciones que ello tiene en los modos de mirar y en el acto de la representación, porque esa dialéctica entre sujeto y mundo penetra crucialmente el tema de los límites, en tanto el sujeto epistémico, elevado a la categoría de observador envolvente, por su condición humana no puede sin embargo rebasar el umbral del fenómeno para aferrar la esencia. Se trata, en el aserto de Ibáñez: “de un-mismo que se observa a sí-mismo”, lo cual genera serias consecuencias epistemológicas. “para conocerlo el universo se debe desdoblar en dos partes, una que mira y otra que es mirada, y lo que ve la parte que mira es sólo parte de lo que es…cada universo particular es sólo el resultado de haber dado una vuelta, está en expansión, y aunque lograra conocerlo del todo, que no lo lograré, cuando lo hubiera conocido habría cambiado tanto que ya no se parecería nada al universo que había conocido”[3].
Por si fuera poco, los procesos físicos de la naturaleza en la ciencia del siglo xx, están sometidos intrínsecamente a los principios de incompletud e incertidumbre, lo que conlleva a severas grietas en el criterio de verdad. “En las dos dimensiones de la función veritativa, la empírica o adecuación a la realidad y la teórica o coherencia del discurso, la prueba de la verdad es imposible: es imposible la prueba empírica (incertidumbre, Heisenberg) y es imposible la prueba teórica (incompletud, Godel). La verdad es local y transitoria…la verdad es simulada por la verosimilitud”[4]. Entonces, evaporado el núcleo duro de corte lógico-racional y fisicalista de la verdad, emerge la adúltera y hasta promiscua verosimilitud que se deja habitar, dependiendo del contexto discursivo, por elementos metafóricos, poéticos, ideológicos, metonímicos, lo cual permite ubicar al discurso científico como un lenguaje que no ofrece ninguna condición de inconmensurabilidad con el lenguaje literario, filosófico, ideológico etc. La pretendida línea de demarcación se desvanece, la vieja concepción dura de la verdad abre paso a situaciones de enunciación en las que es posible mezclar en un mismo discurso diversas funciones del lenguaje: niveles prescriptivos, constatativos, estéticos.
Es infructuoso el empeño de pensar en la univocidad total de la ciencia, encapsulada dentro de sí misma, pues para ello tendría que suprimir su medio de objetivación, el discurso mismo. Este problema crucial lo planteó Jacques Derrida en los términos siguientes: “la teoría, es pues, el nombre de lo que no puede ni eximirse de la objetivación en el médium ni tolerar sufrir en él la menor deformación… pertenece a la esencia de la ciencia exigir la univocidad sin sombra, la transparencia absoluta del discurso. La ciencia tendría necesidad de que aquello de lo que tiene necesidad (el discurso en tanto que puro querer-decir) no sirva para nada: sólo para guardar y mirar el sentido que ella le confía. En ninguna parte puede ser el discurso más productivo y más improductivo que como elemento de la teoría”[5].
No existe una suerte de algoritmo universal que establezca una línea de demarcación entre la ciencia y los demás saberes filosóficos, literarios o estéticos. Esos intentos soberbios de construir tal frontera se difuminan cada vez que es refutada una teoría y ésta pasa a ocupar un pié de página como una visión equivocada o un desvío de la hermosa y triunfal avenida de la racionalidad. Y es que en el fondo ciencia, filosofía y literatura, lo que tienen en común-como apunta Derrida- es la lengua y específicamente La Escritura.
Es desde esa perspectiva que puede tener lugar el siguiente diálogo:
Y entonces la diosa ciencia que aspira para sí el monopolio del sentido, interpela a los demás saberes desde su pedestal: ¡OH filosofía ¡¿Qué pretensión de verdad puedes tener? Si lo que tienes es un modo bastardeado de comprender la realidad, con tu desfile de conceptos generales, vacíos, donde lo real se evapora. O tú, literatura, que eres tan débil frente a lo real, pues tu discurso está habitado por metáforas y metonimias y vuelves espuma a lo real con tus simulacros, con tus fintas de seducción, pero eres incapaz de acceder a la médula de lo objetivo.
¿Y tú? ¡Arte! Que diluyes lo real al transgredirlo mediante ficciones, haciendo uso abusivo de la imaginación, confundiendo las magnitudes de la realidad con los extravíos de la mente… penetrando los saberes y el discurso con tentaciones irracionales.
Pero entonces la filosofía responde:
Cómo se levantaría la escalera del saber si no existieran conceptos generales, así empezó todo el camino del conocimiento, con grandes interrogantes, gigantescas reflexiones sobre lo general de donde emergieron los conceptos fundadores. Además ¿de que serviría lo singular si no pudiera confrontarse dialécticamente con lo general? Te olvidas que yo fatigaba los horizontes cognitivos, cuando tú ni siquiera habías comenzado a andar, que me ocupaba del amplio dominio del saber, al que sólo mucho tiempo después, tú te encargaste de ponerle vallas, divisiones y empalizadas.
Por ello te viste en la necesidad de crear los criterios de certeza, verificación y prueba, preludio para eliminar la subjetividad, pero estas reglas que pretenden legitimar el saber científico, no se legitiman ellas mismas, sino a partir de un discurso sobre ellas. Luego, tanto empeño en homologarme con un discurso, para culminar, tú ciencia, con unas reglas que no pueden escapar al cerco de ser el epifenómeno de unas huellas discursivas.
Y el arte responde: denigras de la imaginación ¿acaso tus saberes son sólo resultado de reglas, estándares, pruebas y refutaciones? Olvidas que monumentales teorías científicas han sido producto del poder de la imaginación de grandes hombres, de intuiciones geniales, del atrevimiento de ir y pensar contra las reglas. Tanto empeño en tasarlo todo, cuantificarlo todo para ser fiel al espíritu positivo, pero ¿que son los números sino seres imaginarios?
Y la literatura habla: criticas mi discurso por ser la morada de metáforas y trastocar lo real con exquisitos juegos de seducción. Pero qué sería de una teoría científica si no es en principio atractiva y seductora. Estaría condenada al fracaso, las comunidades científicas de que habla Khun, no se fijarían en ella; luego, no sería discutida, no entraría al campo argumentativo de los expertos. Además, ¿qué tiene de malo la metáfora? Hay nudos de la realidad tan contradictorios, paradójicos y complejos que seguramente pueden describirse mejor con la ayuda iluminante de metáforas. La metáfora sirve para ilustrar, para abrir el pensamiento y sacarlo de la rutina, es una tormenta estética en el discurso. Acaso, no dice Bachelard que el conocimiento avanza cuando se elimina una mala metáfora para ser sustituida por una buena metáfora. Las metáforas-según este pensador- seducen a la razón, a lo que agregaría Davidson: “no son meramente ornamentales”.
Allí se cierra el diálogo, después de una pataleta de la ciencia, diciendo que ella generaba paquetes tecnológicos que no se producían con filosofía y literatura. Pero la lectura que queremos hacer desprender de este diálogo es que, en verdad, no hay un modo de saber, si el discurso científico posee algo así, como un estatuto de superioridad sobre el discurso estético, literario o filosófico. Para ello tendríamos que tener un dispositivo de medición universal independiente, es decir, no humano. Pero además, queremos significar el fín de una mala metáfora, que damos por clausurada, que ha muerto definitivamente, la metáfora del espejo. En efecto, la epistemología moderna montada sobre la tradición cartesiana-kantiana quedó atrapada en la metáfora de la representación que tiene su lugar de anclaje en la idea de la mente como espejo que puede captar representaciones diversas. A partir de allí se gesta la tesis del conocimiento como copia o representación exacta que ha cabalgado con patente de corzo tanto en la filosofía como en las ciencias.
Los nuevos desarrollos de las ciencias que hemos apuntado, nos hacen afirmar que el esquema paradigmático representacional no se sostiene, se encuentra agotado, sobre todo ante la debacle de la noción de “fundamentos” reportada por una lista de pensadores, desde Nietzsche y Wittgensteing pasando por Gadamer y Rorty. En este sentido, la ansiedad epistemológica de verdad, objetividad, fundamento y conmensuración se desvanecen en el aire ante la irrupción de la incertidumbre y ante el auge de un nuevo clima cognitivo que demanda nuevos marcos de referencia, nuevas premisas para encarar la filosofía y la práctica científica, lejos de protocolos y regímenes caducos y lejos de viejos nichos y seguridades.
Cuando el caos hace estallar la representación en mil fragmentos, cuando el espejo se rompe en mil pedazos haciendo a la representación imposible en su sentido clásico, quedamos aferrados a la sola palabra, aherrojados ahí, conscientes de nuestra finitud, débiles sujetos del conocimiento, reconociendo lo modesto de nuestros equipajes epistémicos, pero desplegando la palabra viva, libérrima, aceptando el desafío del movimiento incesante del mundo tomados de la aeronave nada desdeñable del pensamiento mismo, pensamiento que se niega al congelamiento, a la mineralización, pues su signo y su sino es seguir pensando.
Todos los signos epocales y la irrupción de la complejidad indican que hemos llegado al fin del modelo general y clásico de la representación y al comienzo de las narrativas e historias de los accidentes, de los pliegues, de las fisuras, de los eventos y de las bifurcaciones, de los tiempos plurales en el despliegue de un sujeto que transita el quebradizo y nada seguro territorio del mundo sin los ya desgastados y maltrechos mapas de la universalidad. En esos relatos reaparecen conceptos que se daban por cerrados: génesis, estructura, tiempo, historia. Otros conceptos como el de Borrosidad, señalan el fin de la exactitud clásica, no hay límites definidos entre los elementos, todo es cuestión de grado o aproximación; en tanto la impredictibilidad se impone, los puntos de control y de información de un sistema están difusos. Ellos marcan la interacción entre los procedimientos de la ciencia y la mirada del discurso. Asistimos al fin del espejo y a la necesidad del caleidoscopio que implica diversidad de planos, conceptos nómadas, flexibles, marcación de caminos parciales, pero también de incógnitas y sin tener a mano instrumentos precisos para examinar problemas particulares.
En esta perspectiva, cobra pertinencia la propuesta de Maffesoli, cuando habla de que para comprender el mundo en gestación, se hace necesario apelar a una visión inédita en la larga avenida del conocimiento que quedaría condensada en un paradigma de lo paradojal. Un paradigma de este talante y naturaleza haría añicos las viejas escisiones o separaciones a que nos ha acostumbrado los modos de pensar en la cultura occidental. En un perfil trazado rápidamente, tendría que ser un paradigma abierto, capaz de barrenar los límites del racionalismo, emplazado contra todo fundamentalismo, abrazado en la complejidad (Morín), pero además capaz de albergar como condición estructural y natural las contradicciones y paradojas, (inescindibles del pensamiento complejo), lo lógico y lo paralógico, la razón analítica y la razón sensible, lo real y lo virtual, lo fáctico y lo contrafáctico, la ciencia y la imaginación.
El signo de estos tiempos posmodernos, luego del desconcierto inicial descrito con la imagen del derrumbe, es para la reconstrucción y re-creación epistemológica y en ese horizonte se guarda un lugar exquisito para la pluralidad, la paralogía y la diversidad de perspectivas y juegos lingüísticos, en las antípodas de una verdad monolíticamente establecida.
Notas
[1] J. Baudrillard, Cultura y simulacro, Edit. Kairós, Barcelona,1993, pp.10-12
[2] K. Kosik, Dialéctica de lo concreto, Edit.Grijalbo, México,1979, p. 200
[3] J. Ibáñez, Del algoritmo al sujeto, Edit. Siglo xxi, España ,1985, p.260
[4] Ibidem, p.188
[5] J. Derrida, Márgenes de la filosofía, Edit.Cátedra, Madrid,1989, pp.205-206

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