¿¡APRECIACIONES/CRÍTICAS!?
Mi perpetuo cine mexicano
Por Rigel Solís Rodríguez
Julio César Sánchez, mejor conocido como Tarrajas, salió de la chamba como todos los días tras checar puntualmente su tarjeta a las seis de la tarde en la fábrica de prótesis dentales, ubicada en la ciudad industrial por donde se despide fastidiado el sol que por poco no les ve la cara a los obreros. Tenía la esperanza de llegar a las ocho a su casa para cenar con su doña y sus dos chavos que van en el turno vespertino a la secundaria. El viaje dura casi dos horas en camión hasta la colonia San Camilo, que atestigua primero que todos, el acto en que nuestro celestial rey se quita los chemes de los ojos.
Después del rito familiar aderezado con pan francés y frijol colado, Tarrajas decide, como casi todas las noches, mirar una película mientras descansa su carne molida en la plácida hamaca del nido matrimonial. Toma para ello el devedé que adquirió por veintinueve pesos hace unos días en el botadero de la sucursal de la cadena de supermercados gringa que le queda más próxima. Eso de la crisis está cabrón pero él adora el cine nacional.
Una historia cotidiana y podríamos decir trivial, con un argumento sencillo pero bien estructurado que en manos de un genio del arte cinematográfico, como lo fue Luis Buñuel, se vuelve un homenaje a la clase popular al tiempo que un ejercicio narrativo, pero sobretodo descriptivo de la realidad social del México que pocos mostraban a principios de los años cincuenta. Es “La ilusión viaja en tranvía” una obra discreta del director español que nos asoma a los barrios pobres y el diario (sobre) vivir de la gente olvidada, película que después de medio siglo todavía nos motiva a reflexionar y parece que permanecerá por siempre.
A Tarrajas le vale sombrilla que si el realismo o el surrealismo de Buñuel, o que si la crítica social y la demanda que según muchos el arte moderno debe contener. Disfruta mecerse en su gozosa red mientras los personajes de la película, dos mecánicos de la compañía de transporte público protagonizados por Carlos Navarro y Fernando Soto “Mantequilla”, se sumergen en un caldo de complicaciones y enredos condimentado con humor y sensualidad cuando al calor de una decembrina borrachera hurtan “sin querer” el tranvía 133 que ya era desecho de la empresa transportista de la ciudad.
Más de una ocasión se desconcentró de la película porque la buenísima Lilia Prado con sus lindos párpados y sensuales labios ha salido de la pantalla para meterse en su delirante hamaca. Julio Cesar sacudía la cabeza repitiendo aquello de “mucha pierna, mucha nalga y poca chiche, santísima y sabrosísima trinidad, perfecta triada de la voluptuosidad”. Al terminar el filme su mujer tendría que disfrazarse de la hermosa protagonista para sofocar la lujuria que lo perturbaba, quizá una caguama sirviese de ayuda pero era eso o los pasajes del día siguiente.
“La ilusión viaja en tranvía”, película de 1953 de Luis Buñuel, comedia de enredos que no escapa del estilo del director mexicanizado ni de la carga sensual característica de su obra, filme con demanda social que ha soportado el paso de los años para volverse perpetuo y conducir a la reflexión en tiempos en que la ilusión viaja en camión.
Por Rigel Solís Rodríguez
Julio César Sánchez, mejor conocido como Tarrajas, salió de la chamba como todos los días tras checar puntualmente su tarjeta a las seis de la tarde en la fábrica de prótesis dentales, ubicada en la ciudad industrial por donde se despide fastidiado el sol que por poco no les ve la cara a los obreros. Tenía la esperanza de llegar a las ocho a su casa para cenar con su doña y sus dos chavos que van en el turno vespertino a la secundaria. El viaje dura casi dos horas en camión hasta la colonia San Camilo, que atestigua primero que todos, el acto en que nuestro celestial rey se quita los chemes de los ojos.
Después del rito familiar aderezado con pan francés y frijol colado, Tarrajas decide, como casi todas las noches, mirar una película mientras descansa su carne molida en la plácida hamaca del nido matrimonial. Toma para ello el devedé que adquirió por veintinueve pesos hace unos días en el botadero de la sucursal de la cadena de supermercados gringa que le queda más próxima. Eso de la crisis está cabrón pero él adora el cine nacional.
Una historia cotidiana y podríamos decir trivial, con un argumento sencillo pero bien estructurado que en manos de un genio del arte cinematográfico, como lo fue Luis Buñuel, se vuelve un homenaje a la clase popular al tiempo que un ejercicio narrativo, pero sobretodo descriptivo de la realidad social del México que pocos mostraban a principios de los años cincuenta. Es “La ilusión viaja en tranvía” una obra discreta del director español que nos asoma a los barrios pobres y el diario (sobre) vivir de la gente olvidada, película que después de medio siglo todavía nos motiva a reflexionar y parece que permanecerá por siempre.
A Tarrajas le vale sombrilla que si el realismo o el surrealismo de Buñuel, o que si la crítica social y la demanda que según muchos el arte moderno debe contener. Disfruta mecerse en su gozosa red mientras los personajes de la película, dos mecánicos de la compañía de transporte público protagonizados por Carlos Navarro y Fernando Soto “Mantequilla”, se sumergen en un caldo de complicaciones y enredos condimentado con humor y sensualidad cuando al calor de una decembrina borrachera hurtan “sin querer” el tranvía 133 que ya era desecho de la empresa transportista de la ciudad.
Más de una ocasión se desconcentró de la película porque la buenísima Lilia Prado con sus lindos párpados y sensuales labios ha salido de la pantalla para meterse en su delirante hamaca. Julio Cesar sacudía la cabeza repitiendo aquello de “mucha pierna, mucha nalga y poca chiche, santísima y sabrosísima trinidad, perfecta triada de la voluptuosidad”. Al terminar el filme su mujer tendría que disfrazarse de la hermosa protagonista para sofocar la lujuria que lo perturbaba, quizá una caguama sirviese de ayuda pero era eso o los pasajes del día siguiente.
“La ilusión viaja en tranvía”, película de 1953 de Luis Buñuel, comedia de enredos que no escapa del estilo del director mexicanizado ni de la carga sensual característica de su obra, filme con demanda social que ha soportado el paso de los años para volverse perpetuo y conducir a la reflexión en tiempos en que la ilusión viaja en camión.
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